La retratista: una novela de Lety Ricárdez

Antonio Pacheco Zárate.

Dice Fernando Vallejo: “Cada nueva novela debe reinaugurar el género y cerrarlo: que nadie más pueda seguir por el camino que uno abrió”. En eso pienso al terminar de leer La Retratista —Hacedora de alebrijes—.

Esta novela es el retrato íntimo y complejo de una familia, donde cada personaje está dotado de claroscuros: no son buenos ni malos, son humanos todos.

Lety Ricárdez logra, en pocas pero intensas páginas, un texto nutrido por varios hilos argumentales que se entrelazan con agilidad. Su pluma lleva al lector por pasajes conmovedores e impactantes, y lo consigue porque cada escena está bordada con detalles tan precisos que la sensibilidad de la autora traspasa al lector.

He aquí parte de la obra:

Cruzó la calle para sombrearse

Llegó un domingo triste. El papá de Consuelo se encontraba postrado, y ellos no fueron a casa de la abuela.
La matinée y su novia aguardaban a Darío, así que se negaba a ser quien fuera a indagar por el hermano enfermo, cedió, cuando su madre amenazó, con asestarle un pescozón bien puesto.
Le entregó la madre una bolsa para llevarle al hermano y desafiante Darío, extrajo de ella una manzana, antes de salir por la puerta a atender el encargo, y se fue mordisqueándola.
Bajó la calle de Galeana y dio vuelta en Hidalgo. Ahí se encontró con la novia y su mamá que aguardaban. Cruzó para encontrarlas y juntos caminaron tan solo media cuadra por el lado del sol que inclemente señalaba la hora. Acalorados volvieron a atravesar la calle para sombrearse.
Al pisar esa acera quedó la jovencita en la orilla.
Tomó Darío su brazo para cederle el puesto y fue de Dios que lo hiciera. Así le salvó la vida.
Aún no la soltaba cuando a él, le asaltó la desgracia.

El convento de Santa Bárbara


A cuadra y media de ahí, en el Edificio del que fuera El Convento de Santa Bárbara, en aquél tiempo se ubicaba la prisión del estado.
Los reos fabricaban baúles y roperos que salían a la venta. Esa mañana pretendió un preso escapar escondido dentro. El guardia de turno disparó —al aire— para evitar la fuga.
Quiso el hado adverso del tío, que esa bala le estuviera destinada y alcanzara su cabeza.
Había caminado tan poco, que alguien a la carrera, fue a gritarle a la abuela que Darío había caído, herido de muerte, a tres cuadras y media de su casa.
Y ahí viene la abuela Luz, mal fajada, corriendo, con la melena enredada…
Enloquecida.
Cuando llega, lo ve. Se hinca y lo arropa en el regazo.
Con el cráneo destrozado, todavía mastica el tío Darío, una y otra vez, como último reflejo, un trozo de manzana.
En trance mete ella los dedos dentro de su boca y le saca el bocado, tierna, sosegada, para después, cerrarle las quijadas.
Nada más pudo hacer por el hijo, que bajarle los párpados y ocultar sus ojos apagados.

Qué castigo pedía


Ya se venía diciendo que la prisión enclavada en el centro de la ciudad era un riesgo latente. Así que el funeral del tío Darío fue apoteósico.
Acudió cuanta escuela existía. Filas interminables de niños depositaron una flor, cada uno, sobre el féretro.
La abuela Luz, aunque no supiera leerlo, guardó en su costurero, el periódico que describía el entierro. Consuelo lo leyó muchos años después, cuando encontró, dentro de un cajón de la máquina de coser, el periódico.
Ahí se narra que hasta el Gobernador acudió a dar el pésame, a la casa de Galeana 36 y a preguntar a la doliente madre, que castigo pedía para el culpable.
Otra vez el carácter de la abuela se puso de manifiesto. Se dice que enderezó el cuerpo y lo miró a los ojos, cuando sin dudar respondió:
Ninguno.
¿Acaso con un castigo, puede usted devolverme a mi hijo?

Le perdió el miedo


El hombre enmudeció.
Se limitó a mudar la cárcel. Después del niño ahogado, al fin se tapó el pozo.
Nadie le devolvió a Consuelo al tío preferido y en la casa de Galeana 36, no querían explicarles a los chamacos lo que había sucedido.
Consuelo no preguntó más y la casa de su abuela dejó de gustarle.
En el costurero colgaron la foto del tío Darío con los ojos cerrados. A decir verdad, lo retrataron muerto.
Desde los siete años de Consuelo, cuando lo vio ahí colgado, no lo reconoció.
Estaba tan serio y mudo que de inmediato supo que su tío había escapado.
Ni la abuela Luz, volvió a ser la misma.
Fue entonces que le perdió el miedo.
Lejos quedó aquella mujer recién parida, que en el pasado también introdujo, de manera distinta, los dedos en la boca de otro hijo.

Lety Ricárdez (Oaxaca, México): es poeta y narradora. Ha publicado poesía, cuento y novela, y ha sido incluida en antologías nacionales e internacionales.

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