La Mano de Fátima

Liana Pacheco

(Fragmento)


La condición femenina, su alfabeto. Siempre culpables de lo que nos hacen. Criaturas a las que se responsabiliza del deseo que ellas suscitan.
Virginie Despentes, Teoría King Kong.

Ese domingo fue mi primera comunión.
Mi mamá y yo hicimos las invitaciones con papel grueso y pegamos brillos dorados en los bordes:

Mamá contrató a la muchacha de la estética para hacerme unos caireles decorados con flores de tela. Pero lo que más me tenía emocionada era mi vestido: un modelo de mangas grandes y redondas, adornos de metal, dorados y relucientes, como si fueran de oro. Al frente tenía un bordado de margaritas con pétalos grandes. Debajo del vestido debía llevar un aro de metal y tul para que pareciera esponjoso, igual que el de una princesa. Mis zapatos eran de charol, con tacones, pero no tan altos.


El jueves previo a la misa, todos los niños del catecismo tuvimos que ir a confesarnos. Yo estaba muy nerviosa, la catequista dijo que a pesar de que Dios ve y conoce todos nuestros pecados, era nuestra obligación decirlos en el confesionario. Mi voz tembló cuando le susurré al padre: A veces deseo que mi madre se muera, pero lo hago porque ella me pega cuando no ponen mi tarea en el cuadro de honor. Sentí mucho alivio al decirlo. Diosito vio que no mentí. El cura me mandó a rezar dos padres nuestros y un ave maría como penitencia.
—¡Y no se les olvide! Hay que llegar media hora antes a la misa del domingo —dijo doña Gude, la catequista, luego de que todos pasamos por el confesionario—. ¡Cuidadito con portarse mal! No se les olvide que ya se confesaron, y si el domingo salen con que le pegaron a su hermanito o desobedecieron a sus papás, les juro que agarro lodo para aventárselos en sus ropas, en esos vestidos blancos que las hace parecer guajolotitas.


El sábado, una noche antes de mi primera comunión, nos dormimos tarde decorando la canasta de ofrenda que yo usaría en la ceremonia. En un momento de la misa debía pasar al frente y entregarla al sacerdote, luego leer un pasaje bíblico. Cuando pensaba en ese momento me ponía muy nerviosa, a diferencia de mi mamá, que estaba emocionada con que yo tuviera un momento de atención frente a todos. La idea se le metió en la cabeza desde que Leticia, una niña de mi salón de clases, cantó el salmo en su primera comunión. No era mi amiga, pero su madre y la mía sí, o lo fueron cuando tenían mi edad. Leticia era la inteligente del grupo, a la que seguido la maestra ponía de ejemplo y colocaba sus tareas en el cuadro de honor; por eso mi mamá me regañaba, decía que mi única obligación era sacar las calificaciones más altas. Eso ya lo sabía y lo intentaba, pero los trabajos de Leticia se veían tan bonitos porque a ella le compraban plumones de colores, crayolas, y yo tenía que usar los colores ya rotos que me habían sobrado del año anterior. Creo que su mamá era doctora y su papá ingeniero, además ellos sí vivían juntos.


—Recuerda que le vas a pedir a la catequista cantar el salmo en la misa; si no, te va a ir peor que cuando no ganaste el papel de la Virgen María —me amenazó mi madre cuando supo que doña Gude estaba preparando la ceremonia de primera comunión.
—Sí, mami.
El diciembre anterior a la primera comunión, para la pastorela yo había levantado la mano cuando doña Gude preguntó quiénes queríamos participar. Ella dijo que yo no, porque para María necesitaba una niña más güerita. Y casi me pasa lo mismo cuando me ofrecí a cantar el salmo.
—¡Qué fea voz, Myrna! ¡No! Si cantas el salmo van a pensar que estamos espantando al diablo. —Doña Gude carcajeó, pero luego debió darse cuenta de que yo estaba a punto de llorar y me dijo—: ¡Ya, ya, tranquila! ¿Quieres leer la lectura que va luego de la ofrenda?

El domingo de mi primera comunión, mi papá llegó temprano a la casa. Mi mamá estaba muy enojada porque llevábamos casi dos semanas sin saber de él. Bueno, una tarde la había escuchado gritar al auricular del teléfono, luego la vi encerrarse en el baño y no salió hasta que le dije que ya era hora de cenar. Aunque no me quedaba claro el cómo, yo sabía que mi papá tenía otra casa y otra familia aparte de la nuestra.


—¿Ya estás lista para hoy? ¿A poco ese vestido tan simple vas a llevar?
—Hola, papi —respondí—. Es que me falta ponerme el aro, el que va debajo para que se vea grandote como el de las princesas.
—¡Cállate! No la pongas más nerviosa. No quiero que cuando le toque leer, lo haga mal —interrumpió mi madre. No lo saludó de la forma cariñosa que acostumbraba.
—¡Aquí está la reina de mi corazón!
Cuando él se acercó con la intención de abrazarla, mi madre le dio de manotazos en la cara. Me reí nerviosa. En ese momento llamaron a la puerta.
—Es una sorpresa que tengo para ustedes —dijo mi padre, y fue corriendo a abrir.
Yo pensé que volvería con un regalo muy grande, en cambio, lo hizo acompañado de un señor desconocido.
—¡Mira! Te presento a mi esposa y mi niña —le dijo—. Él es Jesús, un querido amigo mío. Lo invité a la fiesta de Myrna —nos dijo a nosotras.
—¡Qué hermosura de niña!
El hombre se agachó hasta quedar a mi altura, me abrazó fuerte y me besó el cachete con la boca abierta, dejándome embarrada su saliva. Mi cuerpo se echó para atrás.
—¡Myrna!, no seas maleducada y saluda bien al señor —ordenó mi madre.
Sentí mi cara enrojecida y de mi boca salió un torpe “buenos días”. El señor volvió a besarme del mismo modo en el otro cachete.
—Ahí se la encargo —le dijo al hombre antes de irse con mi papá a la cocina.
—Mami, te falta que me ayudes con mi vestido —le supliqué para que no me dejara sola.
—¡Cállate, Myrna! Eso lo vemos al rato. Quédate aquí, no seas grosera con el señor Jesús. Acuérdate qué les hará doña Gude si se portan mal.


No tuve de otra que quedarme en la sala. Le pregunté al señor si quería ver la tele. Dijo que no. Se quedó ahí sentado, mirándome fijamente, con los ojos abiertos y una sonrisa que, no sé por qué razón, me hacía pensar en el hocico babeante de un perro. No me decía nada, ni yo. Tampoco le sostenía la mirada; me hacía sentir rara, con pena, como la vez en que me caí al lodo en la clase de deportes y todos se rieron. Por suerte, el silencio se rompió cuando mis papás empezaron a gritar.


“¡Te marqué todas las noches!… Claro que no iba a hablar. ¿Qué querías, que me pusiera a platicar con tu esposa?”. “¿Qué no entiendes que no quiero que llames a mi casa? Camila ya sospecha”. “Te dije que la misa de primera comunión era importante para mí. ¡Mírate! Llegas de repente, con ese tipo, que de seguro te va a estafar, como los otros que has conocido”.“No te metas con él, es mi amigo, una bellísima persona. Es taxista, y me aseguró que me va a conseguir una concesión”. “Otra vez gastando el dinero que no tienes. ¿Crees que ahora sí te harás millonario?”. “¡A huevo! Te voy a cerrar el hocico cuando veas el dinero que gane”.
Luego se quedaron en silencio un rato. Cuando volvieron a hablar, lo hicieron en susurros. Ya después oí la risa de mi madre, esa que le oía cuando estaba contenta.


—Myrna, ahorita regresamos. —Habían salido de la cocina. El brazo de él le rodeaba el estómago—. Voy con tu papá al cuarto para enseñarle las buenas calificaciones que sacaste este bimestre.
Luego de que cerraron la puerta, me levanté del sillón y me dirigí a mi cuarto. Faltaba menos de una hora para la misa y yo estaba cada vez más nerviosa porque no le habían puesto el aro a mi vestido.
—¿Necesitas algo, nena?
La voz del señor me espantó. Estaba tratando de acomodar el aro bajo el vestido, por lo que no me había dado cuenta de que ya estaba detrás de mí. Dentro de mi cuarto.
—No. Gracias, señor —dije y di unos pasos hacia atrás, pero volvió a reducir nuestra distancia.
—¡Jesús! Ese es mi nombre, nena. ¿Quieres que te ayude con tu vestido?

La escritora oaxaqueña, Liana Pacheco, presenta su más reciente obra: Hambre de Lumbre.

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