Mario Cruz nos deleita en su columna con una ciudad de Oaxaca que ya no existe. Una ruta de lugares y memorias que invitan al lector a mirar de nuevo espacios y personas que ya no volverán.
Mario Cruz
La Ciudad de Oaxaca nunca ha sido mía. La contradicción es inherente a la vida. Alguna vez sentí que sí, mejor dicho, nuestra. No fue en el 2009 cuando comencé a estudiar la prepa en la ciudad, ni en el 2010 cuando conocí la feria del libro en el zócalo, ni en el 2011 cuando me uní a un grupo religioso en la iglesia de consolación, fue en 2013 cuando conocí el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (MACO).
Un día íbamos caminando por el andador, mi amigo Josué me preguntó si conocía el MACO, unos minutos después estaba recorriendo una de las exposiciones que marcaría mi vida sin saberlo. “Hecho en Oaxaca” me permitió conocer la obra de artistas locales que, para el tamaño de mi mundo, eran desconocidos, además del trabajo de artistas internacionales, quienes me cautivaron e inquietaron tanto que ese museo se convirtió en mi favorito.
Parece difícil de creer que a esa edad yo no conociera el MACO después de años de caminar por el andador turístico, pero es así. Tengo muchos ejemplos, todos muy tristes, de personas que he conocido que después de una vida entera no conocían el Exconvento de Santo Domingo, mucho menos su museo. Cuando uno viene de una comunidad la ciudad es un cúmulo de prohibiciones y restricciones, todas relacionadas a la apariencia y al poder adquisitivo. Desde pequeños sabemos a qué lugares podemos entrar y a cuáles no, dónde comer y dónde no, dónde comprar ropa, incluso dónde caminar o sentarse y dónde no.
Los días felices de mi infancia en la ciudad fueron en el Jardín Morelos, particularmente en el parque Húzares. Bajábamos del planetario caminando, Papá compraba un pollo rostizado para preparar tortas con Mamá, mientras mi hermana y yo jugábamos con niños desconocidos en las fuentes que todavía salpicaban chorros de agua. Los maravillosos juegos donde recuerdo bien a una jirafa y a un hipopótamo. Extraño ese parque, ahora que paso por ahí evito mirarlo. Luego caminábamos para hacer compras a la Central, no sin antes hacer una parada en Chispita para jugar videojuegos.
La Central de Abastos, el Mercado 20 de Noviembre, el Mercado de Artesanías también los recorrí a detalle, acompañando a mi abuela Elvira a vender elotes y machines. Mi abuela me presentaba con todo el mundo, pero yo solo me acuerdo de la señora que vende tejate en la puerta del 20 de noviembre. Seguramente nadie me recuerda, conforme crecí dejé de acompañarla. Todavía en la prepa la esperaba en el Automorsa, cuando estaba sobre Miguel Cabrera, para ayudarle a llevar sus costales. A veces camino por ahí buscando sus pasos, a veces todavía la veo caminando con su canasto en la cabeza y su petaca en la mano.

acuerdo de la señora que vende tejate en la puerta del 20 de noviembre».
Después de conocer el MACO conocimos el Museo de Filatelia (MUFI), y adentro conocimos el Jolgorio Cultural. Tomamos varios ejemplares y salimos con miedo de que nos alcanzaran y dijeran que no era gratis, porque esa revista estaba realmente bien hecha. Mi sueño frustrado siempre fue escribir ahí, en ese tiempo ya sabía que a esto me quería dedicar, pero no sabía cómo. Al final del Jolgorio venía un mapa de los espacios artísticos y culturales del centro, también una agenda mensual con actividades. Me propuse conocer todo, visitar todo.
Hicimos de la ciudad un lugar para caminar y siempre tener algo qué hacer, algo qué conocer: ferias, talleres, presentaciones de libros, exposiciones, charlas, conciertos, todo estaba a nuestro alcance, todo era accesible. Si teníamos sed íbamos al Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo (CFMAB), donde daban agua gratis en unos conos de papel. Ahí asistí a una exposición de Gerardo Nigenda que todavía me quita el sueño. Si queríamos ir al baño íbamos al Centro Cultural San Pablo o la Biblioteca Henestrosa. Si queríamos ver una película podía ser en el Macedonio Alcalá por veinticinco pesos o gratis en la BS Xochimilco. Si teníamos hambre, íbamos al Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), a comer tortas de tasajo de pan amarillo de Etla y aguanieves de tuna o de limón.
Mi primer taller lo tomé en la Casa de la Ciudad, “La cámara y la ciudad”, con el maestro Pablo Martínez Zárate, fui el más pequeño del taller. Es un recuerdo que atesoro con el corazón. En realidad, éramos muy jóvenes, y no es que ahora seamos muy viejos, pero en ese tiempo era común ser los más pequeños en todo tipo de eventos. Cuando hicimos nuestro colectivo y el HUB Oaxaca, gracias a Julieta Villacaña y a Fernando Mino, nos brindaron un espacio y mucho acompañamiento, sentíamos que no solo la ciudad sino el mundo entero era nuestro. ¿Cuándo cambió todo eso?
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Discúlpame por compartirte la ciudad que recuerdo, es para que evoques los tuyos.