Liana Pacheco
Mi deseo es una dualidad que surge de mi cuerpo.
De esa cavidad íntima, de inflexión, rebeldía y placer.
Mi primer deseo es el que gozo en la solitaria experiencia de mi cama, debajo de la frazada. Lo conocí cuando tenía dieciocho años, mientras leí un relato erótico; ese deseo empezó a palpitar dando indicio de su existencia, como una cría de animal salvaje que berrea para que el mundo sepa que ha llegado a la vida.
Ese deseo no tiene forma específica, es pequeño cuando me susurra al oído que quiere salir, explorar y explotar. A veces quiere ser un desahogo rápido, otras, quiere que se le complazca en forma lenta y pausada y va mutando con calma hasta que se vuelve una monstruosidad sin cabida en mi cama.
Mi mano se vuelve ávida, con hambre de lumbre y placer, guiada por el instinto que dicta ese deseo, hasta que el placer desborda y la sensación es algo indecible para describir en palabras.
Mi cuerpo se arquea, mi garganta gime y siento cómo mi corporalidad se vuelve una con el universo. Sin embargo, lo más placentero es el sentir mi útero vibrando, latiendo como una corporalidad autónoma dentro de mí.
Al final quedo inerte, desnuda, agotada mientras el caos de mi deseo retorna a la calma.
Este deseo me pertenece sólo a mí, no lo he compartido nunca con nadie.
La otra cara de la dualidad de mi deseo es el que disfruto exclusivamente con los hombres. Asemeja a una cerradura, soy rígida, fría hasta que alguien introduce una llave, que es un hombre que ha despertado este deseo-cerradura con una charla, aroma, la forma en que sonríe, el modo en que encuentra solución a un problema o la destreza de arreglar la cerradura que rompí al azotar la puerta.
Así como se palpa la frialdad de la superficie de una cerradura, este deseo clama que toquen la superficie de mi cuerpo, encendiendo el sentido de mi piel hasta que el calor exige que la llave irrumpa con violencia. El deseo disfruta en el borde de una frontera que separa al dolor del placer, por lo que termina deleitándose con ambas sensaciones.

He caído en cuenta que este deseo no me brinda una demasía de placer sexual, más bien es emocional, físico; sentir el vaivén de mi cuerpo, mis senos a voluntad de la gravedad, las ondas de mi cabello agitándose mientras las manos del hombre sujetan mi cintura y controlan mi cuerpo al ritmo de su placer.
Al igual que una cerradura requiere un estructurado sistema para abrir, este deseo se alimenta del aliento, saliva, rasguños, gemidos, besos, sudor.
Este deseo me atemoriza, en ocasiones ignora los límites de la moralidad y del cómo debe ser la expresión sexual de una mujer. En ocasiones lo escucho susurrarme “puta” cuando estoy a merced del exigente placer de un hombre, pero he aprendido a silenciarlo gimiendo con más fuerza. A pesar de que este deseo es compartido con un hombre y nunca he experimentado un orgasmo con ellos, mi único gozo es apropiarme de sus sensaciones y perpetuarlas en mis palabras escritas.